¿Me conoces, mascarita?
- Pedro Luis Menéndez
- 7 feb 2016
- 2 Min. de lectura

Estamos en tiempo de carnaval, y el carnaval -el histórico, al menos- establece formas de comunicación que no se aceptarían en otros momentos del año ni en otras circunstancias, tanto en el lenguaje verbal como en el no verbal.
El carnaval fue durante siglos una válvula de escape para las clases populares, porque permitía la transgresión de las normas y servía de contrapunto con la cultura oficial.
La ironía, la parodia, la bulla, el color, la risa, el baile, lo grotesco frente a lo clásico, el desorden masivo; en definitiva, el mundo al revés por unos días.
La plaza pública como un espacio abierto en el que todo estaba permitido -verbal y físicamente- y en el que todos eran cómplices porque, frente al teatro, aquí no había actores y espectadores; todos participaban en la misma medida. O en la misma desmedida.
El carnaval producía el simulacro de la inversión de roles sociales: el rey es un mendigo, el pobre es un rey o un obispo, al animal se le visten ropajes humanos, el hombre se viste de animal, los sexos se intercambian, y las razas y las edades...
Tal como afirma Kathleen Reardon, "la comunicación es algo más que la transmisión de ideas de una persona a otra. Es el medio a través del cual aprendemos quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser".
Así, en ese quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser, el carnaval creaba una nueva forma de lenguaje desde el momento en que rompía las fronteras de las diferencias sociales y jerárquicas, y como forma de expresión popular y colectiva cuestionaba los cánones morales y el decoro de la sociedad oficial.
Lo paradójico es que el mensaje multiforme del carnaval tenía sentido porque subrayaba un paréntesis de permisividad en sociedades muy estamentales. Umberto Eco afirma que "el carnaval sólo puede existir como una transgresión autorizada".
Efectivamente, el discurso oficial -dominante durante el resto del año- permitía una ruptura ficticia, un juego de máscaras que simulaban otra realidad y otra sociedad, inexistentes más allá del propio juego. Si me travisto -en su sentido etimológico, me visto de otro- adopto su rol social, y por unas horas o días hablo y me muevo como él, me muestro ante los demás como ese otro para deformar y parodiar su verdadero ser.
A través de la máscara (y no es un juego de palabras) desenmascaro las verdades oficiales, aquello que se me ofrece como la auténtica realidad del día a día.
Por eso el juego de la pregunta, en pueblos pequeños en los que todo el mundo se conocía, adquiría su sentido de burla y retranca tras el disfraz: ¿me conoces, mascarita? No, no puedo conocerte porque has deformado tu identidad, tu voz, tu expresión, tu aspecto. Eres otro porque juegas a serlo. Aunque sea por poco tiempo, y la Cuaresma devuelva -con tristeza- a cada uno a su lugar.
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