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Yo sé una cosa que tú no sabes

  • Pedro Luis Menéndez
  • 23 sept 2016
  • 3 Min. de lectura

Uno de los aspectos más curiosos de la comunicación humana, y relativamente poco estudiado, es todo lo relacionado con los secretos, esos conocimientos de hechos o de actitudes que guardamos celosamente en la intimidad más absoluta, y que en algunas ocasiones -pocas o muchas- decidimos convertir en información para los demás.

Todas las personas, desde muy niños, tenemos secretos. Algunos son absolutos, otros se comparten: secretos con mamá, secretos con papá, con los hermanos, más adelante en el grupo de amigos, y así hasta llegar en ocasiones a la ruptura absoluta del secreto que se abre a toda la humanidad. Un ejemplo -hay muchos más de lo que parece- es wikileaks.

Porque hay secretos personales, secretos de familia, amorosos, de pareja, de grupo, de empresa, políticos, militares, incluso de país, y un largo etcétera que incluye, por parte de cualquier grupo -pequeño o grande-, y por razones muy diversas, el conocimiento de hechos 'inconfesables', por su naturaleza o por interés.

Una de las razones más habituales en el mantenimiento de un secreto es la idea de que el conocimiento de un hecho concreto de nuestra vida por parte de otros nos puede perjudicar o puede ser utilizado para cuestionarnos, a veces de una manera feroz: el miedo a la manada de lobos (en que nos convertimos en ocasiones los seres humanos) supone un acicate para velar por la no confesión de nuestros secretos.

Cuando en La Regenta la sociedad ovetense descubre la vocación literaria oculta de Ana Ozores ("el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita"), ese conocimiento provoca el rechazo, la crítica y el desdén más absoluto hacia una dedicación que se observa como vergonzosa y poco apropiada: "Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos".

Sin embargo, en muchas circunstancias los secretos queman, y es entonces cuando entramos en el mundo de las confidencias. ¿A quién se lo contamos? ¿Por qué? ¿Para qué? Puede ser para sentir una liberación personal, para repartir el peso de la carga con otros, o -en tantas ocasiones- para obtener algún beneficio.

Las tertulias televisivas del 'famoseo' juegan precisamente con la revelación de secretos (lo de menos es que sean importantes o no) como base de sus programas. Viven literalmente de ello. Y en este ámbito de la revelación de secretos una de las fronteras que vemos cruzada con cierta frecuencia es la frontera del chantaje.

Casos de extorsión en redes sociales, fotos comprometidas de adolescentes o de adultos, informaciones financieras o sanitarias. El actor Charlie Sheen acabó revelando que es portador del virus del sida, un secreto que había mantenido durante cuatro años desde su diagnóstico, para no ceder más a una extorsión: "He tenido que pagar más de diez millones de dólares para mantener mi enfermedad en secreto".

En el mundo de las noticias de prensa, la revelación de secretos o de falsos secretos se apoya, según Umberto Eco, en la pasividad de los consumidores de noticias. Estos, que atienden selectivamente (por ejemplo, en el mundo político) sólo a 'los suyos', 'a los de su parroquia', provocan que se ponga a funcionar lo que Eco denomina "la máquina del fango".

En la política tenemos ejemplos cada día, sin distinción ideológica, y sin ética alguna, de procedimientos de descrédito del adversario basados en la revelación de secretos. El problema es que 'los parroquianos' nunca comprueban la veracidad de las informaciones de su 'parroquia', porque para ellos siempre son fiables.

Por eso, para terminar, os dejo con este vídeo (que no es secreto, es público y conocido):

 
 
 

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