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¡Mamá, quiero ser artista! (o trol en Internet)


Cuando los seres humanos interactuamos en el mundo real y queremos establecer algún tipo de comunicación entre nosotros, utilizamos rituales más o menos fijados por la costumbre, por aspectos culturales, o incluso legales.

Así, el espacio físico condiciona si resulta adecuado o no que se produzca una conversación, los temas de conversación elegidos (en una fiesta no tendemos a dar una explicación científica sobre el origen del universo), el tipo de lenguaje no verbal esperado (un funeral no parece el mejor sitio para hacer gestos soeces), y también condiciona incluso nuestra participación según roles sociales o nuestra posición en la jerarquía social.

De modo que, en la mayoría de esos encuentros, podemos observar un compromiso para mantener las reglas, aunque sea con ciertos márgenes. Romper ese compromiso suele valorarse como una desconsideración, una grosería, una falta de educación o si acaso una ofensa.

Pero, ¿qué ocurre en las redes sociales, ese mundo virtual en donde no existe el espacio físico? Judith Donath afirmaba ya en 1999: "En el mundo físico hay una inherente unidad con el yo, pues el cuerpo proporciona una convincente y práctica definición de identidad. La norma es: un cuerpo, una identidad [...] El mundo virtual es diferente. Está compuesto de información más que de materia".

Por esto resulta fácil que se produzcan choques obvios entre quienes desean mantener relaciones parecidas a las reales y quienes no. ¿Hacia dónde se decantan las redes? Depende. Entre los primeros encontramos a los que promueven, defienden y utilizan formas variadas de 'netiqueta'; mientras que entre los segundos (muchas veces jaleados) aparecen los que podrían tener como lema: "fuera jerarquías, fuera reglas".

En este contexto a veces confuso de comunicación virtual nació, hace ya bastantes más años de lo que en ocasiones pensamos, el fenómeno troll (o trol): usuarios con identidad real o fingida que buscan muchas veces su minuto de gloria a través de un protagonismo incendiario, sin pensar (o no importándoles) que en la vida real las palabras se las lleva el viento, pero en las redes no (al menos en la mayoría).

El troll hace gala de un exhibicionismo narcisista, al que habría que añadir su deseo e intención de molestar o provocar reacciones emocionales negativas en los destinatarios (individuales o colectivos) de sus mensajes.

Los dos tipos más habituales de estos usuarios son los disruptivos y los que buscan llamar la atención, amparados en el anonimato aparente y en la también aparente impunidad que parecen proporcionar las redes. Este comportamiento ¿social? guardaría una relación clara con la leyenda del anillo de Giges, que menciona Platón en La República:

Glaucón cuenta a Sócrates cómo el rey Giges poseía un anillo que hace invisible a quien lo lleva al girarlo, de modo que esa persona podría violar las leyes con impunidad absoluta porque nadie lo vería. Glaucón sostiene que si le diéramos ese anillo a "un hombre justo" actuaría igual de mal que un hombre "injusto", porque la única razón que tenemos para obrar bien es el miedo.

Como señala Adela Cortina: "Si esto es así, la verdad es bien triste, porque entonces no es que la justicia nos interese por sí misma: no nos importa dañar a otros ni nos preocupamos por mejorar sus vidas. Lo único que nos disuade de cometer tropelías es el miedo a la cárcel, a la multa, al descrédito, a la vergüenza social."

Está más o menos demostrado que en algunos países existen fábricas de 'trolls'; es decir, existen trolls profesionales que cobran por su trabajo, y que participan en campañas de difamación o de acoso.

Poco a poco, al tratarse de un fenómeno relativamente nuevo, empezamos a darnos cuenta de las consecuencias sociales que la influencia de estos 'trolls' puede producir. También de cómo pueden afectar a nuestra salud si entramos en su juego y sus ataques elevan nuestra ansiedad.

Aunque últimamente la preocupación empieza a derivar hacia las graves consecuencias económicas que su existencia está ya produciendo. Hemos leído en los medios hace pocas fechas cómo parece que nadie quiere comprar Twitter por culpa de la abundancia de trolls, pues se trata de la red más dañada por sus acciones.

Así que no estamos hablando de algo anecdótico y casi jocoso, sino de un fenómeno muy preocupante en términos de comunicación social, con derivaciones políticas, económicas y de todo tipo. En el fondo, un fenómeno nuevo que nadie sabe muy bien cómo afrontar.

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