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La ley de Lynch y la comunicación social

  • Pedro Luis Menéndez
  • 6 mar 2017
  • 3 Min. de lectura

El linchamiento, como medida de protección del orden público, es un acto que habitualmente está fuera de la ley. El Estado protege así su monopolio de la fuerza frente a la ejecución que realiza una multitud sin ningún tipo de proceso o garantías legales. Suele producirse con cierto grado de espontaneidad debido a la conmoción que produce un delito concreto.

De modo que las razones suelen ser sociológicas, pero son frecuentes también los linchamientos producidos por razones racistas, políticas o religiosas.

El término 'linchamiento' procede de la palabra inglesa 'lynching', que se supone derivada de un apellido irlandés, Lynch. Existen dos hipótesis sobre su origen. Para unos, se debería a James Lynch Fitzstephen, un alcalde del siglo XV que ahorcó a su propio hijo bajo la acusación de asesinato de un español. Para otros, haría referencia a Charles Lynch, un juez de Virginia que, en el siglo XVIII, ordenó que fueran ejecutados un grupo de colonos leales a Gran Bretaña, sin ningún tipo de juicio.

En algunos países en los que los linchamientos aparecen con cierta frecuencia en las portadas, se intenta concienciar a los ciudadanos de los riesgos de impartir justicia sin garantías, ante la certeza de que pueden estar planeados por intereses concretos, o que pueden ser producto de una acusación falsa. Por ejemplo, en Bolivia existe un debate abierto sobre los linchamientos por la relación que pueden tener con el concepto de 'justicia comunitaria', vigente en poblaciones indígenas.

Pero ¿qué ocurre -local, nacional e internacionalmente- con los linchamientos mediáticos, producidos de manera creciente y constante en los medios y redes de comunicación social?

Pues que son el caldo de cultivo perfecto para los 'haters'. Estos odiadores muestran de modo sistemático actitudes negativas u hostiles hacia otros, y en ese sentido se acercan mucho al perfil que ya comentamos en artículos anteriores, el de los trolls. Pero el 'hater' da un paso más porque tiende a agruparse con otros similares a él.

Su función es discriminar, denigrar y ofender a personas, pero también pueden centrar sus objetivos en organizaciones y en productos. Cuando se trata de maltratar a personas, es muy frecuente que aparezca el odio racial o el odio de género.

Hasta tal punto es un fenómeno creciente que existe una app Hater, que une a la gente según sus odios comunes.

Por todo esto, ejércitos, políticos, lobbys económicos o lobbys sociales empiezan a utilizar los linchamientos mediáticos planificados como parte de sus estrategias. Y todo ello en el reino de lo políticamente correcto, también determinado por las propias redes.

Un ataque iniciado por dos o tres cuentas de personas clave en redes provoca automáticamente un efecto de bola de nieve que puede arrasar en pocas horas con el objetivo que se hayan marcado. Así, aunque empiece como un ataque planificado, lo interesante es que una bola de nieve de falacias y mentiras se convierte en algo imparable por la cantidad de seguidores que de manera espontánea empujan la bola aún más deprisa. Y entre esos seguidores ocupan siempre un lugar destacado los 'haters', porque están "en su salsa".

De este modo, una de las fronteras más difíciles de delimitar -y que cada vez está teniendo más importancia y más influencia en las redes- es el crecimiento de páginas y plataformas que piden nuestro apoyo y nuestra firma para denunciar situaciones de injusticia, corrupciones, defensa de inocentes. etc. El problema, sin embargo, radica en cómo somos capaces de discernir entre la supuesta buena intención inicial y las posibilidades de manipulación -enormes- a que se presta el instrumento en sí mismo. Y el paso, que ya se ha dado en situaciones concretas, que va del apoyo a una buena causa a un linchamiento mediático.

En definitiva, como ya comentamos en otro artículo, casi todas estas campañas confían en que somos "de gatillo fácil" y podemos, de una manera totalmente impulsiva, contribuir a un linchamiento que parece virtual, pero cuyas consecuencias son totalmente reales. Y sin embargo, en una sociedad acrítica, a nadie parece preocuparle.

 
 
 

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