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¿Por qué no gritamos en un ascensor?

  • Pedro Luis Menéndez
  • 1 jun 2017
  • 2 Min. de lectura

Cuando se pregunta a nuestros visitantes extranjeros, los tópicos que más repiten sobre nuestro país se concretan en tres palabras sencillas: 'siesta', 'gritos' y 'cañas'. Si parece evidente que tenemos fama -cierta o no, injusta o no- de gritones, de elevar de manera considerable nuestra voz por encima de lo necesario en locales y situaciones públicas, ¿por qué no gritamos nunca en el ascensor? Según Eduard Punset, porque tenemos miedo de que se caiga.

Lo cierto es que, al margen de opiniones estereotipadas, el comportamiento humano en las cabinas de ascensor resulta muy interesante en relación con nuestras actitudes territoriales y nuestro concepto de espacio personal.

Sin necesidad de sufrir ninguna fobia específica, el hecho de tener que compartir con otros- especialmente si se trata de extraños- un espacio tan limitado provoca una serie de reacciones particulares que modifican nuestros comportamientos más esperables. Nuestros instintos más primarios como seres vivos, una vez invadido nuestro territorio personal, activarían reacciones como la lucha o la huida, "poco prácticas" habitualmente en esa situación.

Y así, la invasión de nuestro espacio personal, de nuestra burbuja imaginaria de seguridad, produce una aceleración del ritmo cardíaco, un aumento de la sudoración y una elevación de la tasa de adrenalina. Por supuesto, todo ello eleva nuestra ansiedad de manera innecesaria y poco saludable.

Una curiosidad que he descubierto hace poco: parece que el botón que permite cerrar las puertas, según algunas legislaciones, está obsoleto desde los años noventa. ¿Para qué sirve entonces? Para aquellos que no tienen la paciencia de esperar; de algún modo les ayuda a mantener la calma y sentir que controlan la situación. Sin más, una especie de efecto placebo.

Lee Gray, de la Universidad de Carolina del Norte, ha estudiado cómo, cuando entramos en un ascensor, "casi todos nos encerramos en nosotros mismos. Entramos, presionamos el botón y nos quedamos perfectamente quietos".

En realidad, cada ocupante lucha por encontrar un espacio de equilibrio con los demás. Por eso, los expertos hablan del "esquema de los dados":

-Cuando entra una persona, tiende a situarse en el centro del ascensor.

-La entrada de una segunda persona provoca que ambos se sitúen en ángulos opuestos.

-Una tercera persona produce un desplazamiento hasta formar un triángulo.

-Con una cuarta persona se ocupan las cuatro esquinas.

-La quinta tiende a ocupar de nuevo el centro.

-Y una sexta fuerza a que la quinta se vaya al fondo.

Como suponemos, en ascensores grandes, la sucesiva entrada de personas va complicando cada vez más el esquema inicial, pero siempre, evitando el contacto físico en lo posible y toda señal corporal que los demás puedan interpretar como una agresión.

De manera que para evitar el contacto visual, que podría ser interpretado como un acto de comunicación intencionado, los ocupantes miran hacia la puerta o hacia el techo. Y en los últimos años, cada uno a su teléfono móvil, cuando curiosamente en muchos ascensores el móvil deja de tener conexión.

Os dejo con este vídeo curioso también de un experimento. ¿De verdad somos así? Piénsalo la próxima vez que te encuentres en un ascensor con extraños.

 
 
 

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