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¿Viajarías en un nuevo Titanic?

  • Pedro Luis Menéndez
  • 10 may 2015
  • 2 Min. de lectura

El poder simbólico que otorgamos a los nombres propios se acerca en muchas ocasiones a creencias mágicas. Como si las palabras pudieran controlar la propia vida.

Afecta a las personas. En algunas tribus de Australia y Nueva Zelanda cada persona tiene dos nombres: uno público, que usa generalmente, y uno secreto, que solo conocen las personas más próximas. Cualquiera que por alguna circunstancia llegue a conocer un nombre secreto pasa a tener un poder absoluto sobre la persona que posee ese nombre.

¿Recuerdas el cuento del enano saltarín? El rey avaricioso que se casó con la hija del molinero y vivieron felices hasta que el duende exigió como recompensa a su primer hijo. Aunque conmovido por el llanto de la reina, le dijo: "Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre; si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño".

Al cumplirse la tercera noche, la reina le contestó: "¡Te llamas Rumpelstiltskin!". Fue tan grande el enfado del duende que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, se partió por la mitad.

Así, el nombre prohibido, al ser descubierto, acaba con el poder maligno de su poseedor.

La muerte también puede producir efectos muy evidentes de tabú sobre el uso de los nombres propios. En Groenlandia daban tanta importancia al nombre del difunto, que creían que no descansaría en paz hasta que un niño recibiera su mismo nombre después de él.

Los romanos, en los reclutamientos, enrolaban primero a quienes tenían nombres que suponían un buen augurio, como Víctor o Félix.

¿Los nombres propios siguen teniendo poder sobre nosotros o son sólo actitudes de gente supersticiosa?

¿Viajarías en un nuevo Titanic?

 
 
 

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